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Durante los últimos años el turismo de masas se ha convertido en una amenaza para la supervivencia de algunos espacios naturales y urbanos. Se trata de un fenómeno creciente alentado por la globalización y el acceso rápido y fácil a la información que, además, ya se ha extendido a la montaña.
Hoy en día cualquier destino puede sufrir esa masificación: basta con que una serie de televisión de éxito, como Juego de Tronos, elija como localización Gaztelugatxe para que decenas de miles de personas hagan cola para llegar a la ermita de San Juan, entre Bakio y Bermeo. O que la multitud de turistas que llegan a Ibiza cada verano obligue a sus trabajadores estivales a malvivir en roulottes o en tiendas de campaña por la falta de alojamiento. O que la llegada masiva de visitantes a Venecia, cerca de 60.000 diarios, haya provocado un auténtico éxodo de más de 100.000 residentes vénetos a otras ciudades de la región.
Son solo tres ejemplos, pero en cada uno de ellos se ha abierto un debate sobre la necesidad de regular el acceso de turistas. Y en el mundo del alpinismo la situación es similar: ¿Es necesario tomar medidas contra la masificación en la montaña?
La víctima más conocida de este fenómeno es el Monte Everest: la proliferación del turismo de los Himalayas, unido al afán por conquistar el techo del planeta ha alimentado un turismo de montaña salvaje que ha dejado un reguero de desperdicios en sus laderas durante los últimos años, y que incluso ha obligado a organizar equipos de limpieza que ya han retirado varias toneladas de basura.
Más cerca, en nuestro propio continente, el Mont Blanc, de casi 5.000 metros, se ha convertido en polo de atracción de miles de senderistas, muchos de ellos orientales, que lo han elegido como ruta de trekking sin tener en cuenta de que se trata de un macizo muy peligroso que se ha cobrado la vida de decenas de alpinistas durante los últimos años. Ello provocó que el pasado verano las autoridades locales restringieran el acceso al Mont Blanc por la ruta habitual, y solo permitieran ascenderlo a los alpinistas que tuvieran una reserva en el refugio Goûter.
Un año antes, otro de los municipios de la zona impuso a todas las personas que querían ascenderlo por la Voie Royale un equipo mínimo compuesto por gorro, gafas de sol, máscara de esquí, crema solar, chaqueta caliente, gore tex, pantalón de montaña, cubre pantalón, calzado de alpinismo compatible con crampones, crampones ajustados para el calzado, arnés, kit de salida de grieta, cuerda, GPS o brújula y altímetro.
El objetivo de ambas medidas es el mismo: combatir las imprudencias derivadas del turismo masivo en zonas de alta montaña potencialmente peligrosas.
Y este fenómeno ha llegado ya a nuestro entorno. Por ejemplo, al Pico Aneto, el más alto de los Pirineos. El alcalde de Benasque, Ignacio Abadías, ha planteado la posibilidad de imponer medidas concretas contra las aglomeraciones que sufre la reina del Valle cada verano. Esta masificación es especialmente visible, y peligrosa, en la zona del Puente de Mahoma, un paso horizontal de 40 metros de longitud con una imponente verticalidad a ambos lados, y que forma un cuello de botella para los senderistas que coinciden en la zona. Se han llegado a contabilizar, según la web Aneto Seguro, a 240 personas en ese punto.
El Pico Aneto reúne cada año a cientos de expedicionarios de todo tipo: desde montañeros experimentados hasta senderistas noveles que se echan a sus laderas por el mero atractivo de ser el techo de los Pirineos. Personas que, por ejemplo, intentan atravesar el glaciar en zapatillas de deporte y que intentan coronarlo ignorando las medidas de seguridad más básicas.
Quizá el Pico Aneto sea el más icónico, pero hay otros ejemplos de montañas en riesgo de masificación. El Pedraforca, de 2.506 metros, es una de las cumbres más solicitadas indistintamente por escaladores curtidos y por excursionistas sin experiencia que se agobian al tener que trepar por el Coll del Verdet y bajar por la Tartera. Dos enclaves en los que se han registrado víctimas mortales en los últimos años.
O la Ruta del Cares, en Picos de Europa, un espectacular camino al que acompaña un barranco de 50 metros, en el que varias personas han fallecido despeñadas, la última, una vecina de Güeñes este verano.
Los partidarios de la regulación defienden medidas que van desde la concesión de un número de pases determinado, como ocurre en el Mont Blanc, hasta la imposición de una tasa económica a los visitantes, como en el caso del Everest. Los detractores de estas medidas, entre los que se encuentran empresarios del ámbito del turismo de montaña, afirman por el contrario que se trata de una cuestión de educación y que esta situación se combate con campañas de concienciación. El debate está servido.